María Cremonte, otra dolorense destacada

Directora de escenotecnia

“El Teatro Colón es mi casa”

María Cremonte es la primera mujer al frente del cuerpo técnico que se encarga de la puesta en escena de los espectáculos. Un desafío que disfruta cada día.

Trás bambalinas, el Teatro Colón guarda un secreto que sólo conoce el cuerpo técnico, los artistas que suben a escena y los afortunados que hacen las visitas guiadas. A un costado del escenario, colgado sobre la pared, hay un Cristo gigante que parece observarlo todo. Mide ocho metros o más, y la escultura se ve tan real que un cura de una iglesia cercana lo pidió para su templo. “No se lo puedo dar, es de telgopor, forrado y pintado por la gente de escenografía -cuenta entre risas, María Cremonte, la directora de escenotecnia del teatro, y primera mujer en ocupar ese cargo-. Formaba parte de la puesta de La forza del destino , del maestro Hugo de Ana. Para mí fue uno de nuestros mejores trabajos, que más nos hizo lucir. Cuando se abría el telón y aparecía esto, se te ponía la piel de gallina. Una mano de Cristo es del tamaño nuestro. Al terminar las funciones no lo quisimos bajar del escenario y el jefe de maquinaria me dijo: ‘Lo vamos a dejar para que nos proteja’. Y creo que nos está protegiendo”.

Desde hace cuatro años, María está al frente del cuerpo técnico del Colón, un área donde trabajan unas 400 personas en los legendarios talleres propios que tiene el teatro -uno de los pocos en el mundo que conserva sus talleres- y en disciplinas como escenografía, vestuario, iluminación, montaje, audio y video. “Somos los realizadores, los que hacemos tangible el sueño de los artistas”, dice.

En su área trabajan carpinteros, herreros, electricistas, vestuaristas, escenógrafos, iluminadores, montajistas, zapateros y utileros. Hasta hace unos años eran mayoría hombres. Cuando asumió, dice que se escuchó alguna frase aislada del tipo de “¿Qué va a hacer esta mina?”, pero la gran mayoría mostró mucho respeto. “El personal de escenotecnia es el más genuino, el más auténtico -opina María-. Si un técnico te tiene que decir algo, te lo dice, no anda con vueltas”. Pero María contaba con una ventaja: todos la conocían porque, a pesar de que es muy joven -tiene 42 años-, trabaja en el Colón hace 18. A fines de 2009, el director Pedro Pablo García Caffi, le propuso el desafío. “Me sorprendió muchísimo, no lo había ni siquiera pensado porque nunca había habido una directora. Pero Pedro Pablo es un admirador de la mujer, siempre dice que tienen conducción, que son completas. El valiente fue él”.

Detrás de escena
María siempre supo, aún cuando todavía no tenía edad para saberlo, que terminaría en un teatro. Nació y se crió el Dolores, donde su padre junto a un grupo de comerciantes se propuso reabrir el teatro de la Sociedad Italiana que estaba cerrado hacía añares. “Mi madre siempre me cuenta que cuando yo estaba por nacer, mi papá estaba ocupándose de conseguir plata para el telón. ‘Era más importante el telón que tu nacimiento’, me dice. Y yo siempre le respondo: yo hubiera hecho lo mismo”.

Su papá, como director de Cultura en Dolores manejaba el teatro, y María y su hermano se la pasaban tras bambalinas. “Si nos portábamos mal, el castigo era no dejarnos ir a los ensayos, lo que para nosotros era un sufrimiento tremendo. De esos actores amateurs aprendí muchísimo. Al teatro entrás y te pica el bichito porque tiene magia. Siempre me gustó el detrás de escena, nunca se me dio por la actuación. Cuando llegó la hora de estudiar, mi padre dijo: ‘Un título tenés que tener”. Entonces me anoté en lo que más se parecía, en la Carrera de producción de radio y televisión del ISER”.

A pesar de la distancia, los Cremonte viajaban seguido a Capital, podían venir incluso sólo para ir al teatro a ver una obra y volverse. María conoció el Teatro Colón de muy chica. “Me recuerdo que venía con las medias cancán gruesas, la pollera kilt, los zapatos guillermina, la cola y el moño. Venía completa. Hacía mucho frío, razón por la cual nunca más usé pollera”, dice y se ríe. Y es cierto, María anda de pantalones y botas, cómoda para ir y venir por todo el teatro.

Su sueño, claro, era entrar al Colón. En el 96, gracias a la ayuda de su papá que en ese momento trabajaba en la Secretaría de Cultura de la Ciudad, logró ingresar al teatro. Consigna Clarín. “Acá somos todos familia, hay familias enteras trabajando. Es muy común que los hijos que entran ya tienen en la sangre el amor por el teatro. El teatro existe desde 1908, los primeros artesanos escenotécnicos fueron los inmigrantes. En los talleres se hablaba en italiano. Yo tuve la suerte de encontrarme con la última generación. Y ellos han sido los grandes maestros y han dejado una escuela muy sólida”.

Desde que está a cargo, se siente orgullosa de varias puestas.

El Corsario , que realizaron Roberto Oswald (régisseur, escenógrafo e iluminador) y Aníbal Lápiz (vestuarista), fue la primera producción del Colón que llegó al Teatro Metropolitan de Nueva York. La puesta de Otelo , que hizo el año pasado José Cura, logró del taller de efectos especiales un fuego que parecía tan real, que ahora lo quieren replicar en Estocolmo.

Aplausos que emocionan
Muchas veces, durante la función, María se sienta entre el público para ver la reacción que les produce cuando se abre el telón. “A veces, muy pocas, ocurre, que el público aplaude. Es lo mejor que te puede pasar. La puesta de El Quijote emocionó. Se abría el telón y eran todos tules calados y un montón de bailarinas con sus tutús blancos como copos de algodón desparramados en el escenario. Nos pasó con el Cristo de La forza del destino , en la escena donde aparece el coro de monjes con velas. Era como una pintura y la gente aplaudía”.

Se acuerda especialmente de la función del 24 de mayo de 2010, cuando reabrió el teatro después de cuatro años de permanecer cerrado por refacciones. Se daba La Boheme , con puesta de Hugo de Ana. “La gente aplaudía todo el tiempo por la emoción de ver el teatro abierto. Pero lo que más me impresionó fue el aplauso detrás del escenario. Fue como una descarga, porque cuando uno cierra un teatro es una incertidumbre volver a abrirlo. Estaba caminando por los pasillos y escuché los gritos de todos, de los técnicos, de los cantantes, del coro. Y fue muy emocionante porque era como decir: “Lo logramos”. Logramos entre todos, siempre es entre todos”.

De las áreas que tiene a cargo, le gustan todas. “Me tira la escenografía, pero el vestuario también es una disciplina fabulosa. Por ejemplo, hay que hacer un piso de mármol, lo que nosotros llamamos un tapete, una tela y lo pintan y lo ves a 50 centímetros y parece mármol. Me gusta cuando hacen el montaje en el escenario, cuando procesan un video para que se proyecte en pantalla gigante, cuando los maquinistas cuelgan el decorado, los efectos especiales, todo es maravilloso”.

María admite que es muy exigente. “Yo nunca estoy conforme con el trabajo. Creo que todo se puede mejorar. Termina la función y digo “Bárbaro pero…”, siempre les insisto que tenemos que ser los mejores técnicos del mundo. El que mejor puede evaluarse es uno. Y hay que aprender de los errores”.

Si hay algo que le gusta es el olor a teatro. “Las salas -al pasar tanto tiempo cerradas- tienen un olor especial. Yo soy feliz acá adentro. A mí no me ha costado nada el tema de no tener hijos, ni casarme. No es una meta ni nada que tenga pendiente. No podría. Lo único que tengo pendiente es cuidarme con las comidas -dice y ríe-. Siempre me apasionó mi trabajo. Yo dedico todo mi tiempo a estar acá. Para mí el teatro es mi casa. Y no digo mi segunda casa porque creo que es mi primera casa. Yo me puedo mudar, pero de acá no me quiero ir”.

Compartir este artículo